Cercanía de seguridad


Cercanía de seguridad
Laia Falcón

Antes de que esta pandemia lo cambiara todo con su incertidumbre atroz y el desgarro de tantas despedidas sin abrazo, mi respuesta se habría concentrado en otras cosas.
Habría subrayado que nuestro patrimonio -lo que ya nos pertenece por derecho- debe cuidarse. Protegerse con impecables garantías con las que legar a nuestros hijos, de la mejor forma posible y sin perderse por el camino. La sanidad, las escuelas, la Alhambra, las carreteras, el próximo Nobel de Literatura, las ciencias conquistadas y las que están por descubrir… todo esto es nuestro y tiene que estar disponible, crecer y seguir inventándose. Las leyes del mercado son eficaces pero no siempre suficientes: quizá la oferta y la demanda no hubiesen salvado algunos de nuestros tesoros y tenemos que velar para que equivalentes obras del futuro tengan la oportunidad de ser creadas. Tenemos herramientas de acertada solidez que, sin duda, siempre deben extenderse y mejorar: exámenes públicos de muy alta exigencia en hospitales, universidades u orquestas, expertos externos de evaluación, protocolos de precaución y transparencia para que el conjunto sepa y pueda opinar.
Si sigo estando de acuerdo con todo eso, hoy creo que debo responder desde otra urgencia. ¿La cultura, primera necesidad? En este tiempo de soledad, miedo e insoportables cifras que jamás olvidaremos, nos hemos observado de balcón a balcón de una forma distinta. Internet ha demostrado su reinado: gracias a la pantalla algunos (no todos) hemos podido trabajar, ver a los nuestros, hacer gimnasia y preguntar asuntos de pronto imprescindibles. Pero a la vez hemos salido a la ventana (hemos necesitado salir a la ventana) para estar juntos. Mientras aprendíamos de golpe a mantener esa crucial distancia de seguridad de la que ahora tanto dependemos, vimos lo mucho que necesitamos también esa cercanía con la que seguir teniendo ganas de seguir. Esa crucial y nueva cercanía de seguridad.
Como tantos compañeros, salí a cantar al balcón la primera tarde de confinamiento: otra forma más de saludar a la calle y dar las gracias a los que nos cuidaban, a la tienda de la esquina y la farmacia, a los que intentaban trabajar en sus casas y a los que no podían porque sus gremios cerraban sin saber hasta cuándo. Desde entonces y durante dos meses la respuesta de mis vecinos fue abrumadora: tantos rostros a los que nunca antes había visto saliendo a sus ventanas cada día a las 18;30, sonriendo, escuchando, aplaudiéndonos. Respirando y llevando juntos el compás, como un corazón. Cuando dudé me llamaron, a la hora precisa y por mi nombre. “Ese momento del balcón es ahora nuestra vacuna”, me escribió uno de ellos, al que aún no conozco. En una casa sirvió de despedida al padre. Tres niños magos celebraron las canciones con globos y una pancarta. Y se organizaron para conseguir que la fuente de la plaza parase diez minutos cada tarde y así la voz llegara mejor a más ventanas. Cuidamos todos de nuestro pequeño gran teatro.
.
.
.
.
.
.
.
.

.
.
.
.
.
.
.
.
.
.

No hay comentarios: