Al Cultural. Ópera.



-¿Que cómo sobreviviremos a este nuevo diluvio?- se preguntan los viajeros mientras suben a esta escandalosa Arca de Noé, con mil especies distintas de público, compositores, libretistas, directores de orquesta y escena, cantantes e instrumentistas, regidores, iluminadores, escenógrafos, artistas del disfraz y la gestión… -¿Que cómo sobreviviremos? Pues como todas las otras veces.

La Ópera, en cierto modo, va de eso: de mantener esa tersura tan suya -rara pero radiante- frente a su querido repertorio de dilemas de a vida o muerte. No se cansa, sigue con las suyas de un siglo para otro, cantando con soltura en el incómodo espacio que queda entre la espada y la pared. Hace un mundo de una lágrima furtiva, sí, pero también resume guerras de titanes en tres minutos de obertura y mil veces, desde que nació, se las ha ingeniado para demostrar que sigue teniendo mucho que aportar: que es palco y Pueblo, reliquia y vanguardia, mentira y espejo. Quizás una de sus tareas más importantes es recordarlo, bien claro y a los cuatro vientos: ¡señoras y señores, niños y niñas, vengan todos y cada uno, porque ese beso y esa revolución, esa melodía y ese crescendo que han oído por ahí y que tanto les gustan se inventaron entre estas cuatro paredes!

Pero además, como cada diluvio trae siempre peligros renovados, uno de los peores vértigos de las Industrias Culturales es hoy el de la infinita fragmentación que pulveriza los contornos de lo que antes llamábamos “los públicos”: con cada uno encerrado en su pantalla individual, ¿cómo conseguir que alguien venga a esto otro, tan de cartelera estanca y horarios fijos, sin dejar de ser quienes somos? ¿Necesitamos convertir en influencers y youtubers a quienes cantan de memoria en trece idiomas y consiguen que sus voces atraviesen con éxito y sin micrófono una orquesta y cinco pisos? ¿Necesitamos embutir monumentos de poesía y reflexión que han sobrevivido a guerras y estupidez, en coquetos retales virales de veinte segundos? Puede ser. ¿O necesitamos quizás también volver a demostrar que hay otros modos de latir y existir, más allá de lo que cabe en una foto y un puñadito de caracteres?

-Imposible esperar esta vez – coinciden todos a bordo- a que la paloma vaya y vuelva. No hay tiempo: o encontramos la orilla ya, o la fabricamos.

El oficio busca así, incansable, una resbaladiza y siempre cambiante ecuación que, por un lado consiga tratar con cariño a quienes aman la Ópera por sus tradiciones y que, por otro, acoja a los que buscan novedad y experimentación. Con serena urgencia, debemos seguir buscando nuevos focos para el repertorio aún desconocido o por crear, a la vez que mimamos ese inventario musical y escénico que –¿quizás porque emociona una y otra vez?- resulta a tantos y con tanta frecuencia el más querido. Sin perder la siempre deseable dimensión internacional, en nuestro entorno necesitamos también esas tan demandadas fórmulas lógicas (y ecológicas) que potencien y aprovechen mejor el talento más cercano. Y sobre todo necesitamos volver a preguntarnos –cada vez que el telón sube- cómo podemos ser más útiles socialmente: qué vamos a ofrecer a aquellos que queremos que vengan, qué podemos sumar a ese abrumador océano inmediato y generoso de patrimonio, riquezas universales y retratos certeros que también navegan entre vídeos de gatitos y de gente que se grita. Mucho más allá del virtuosismo y la autocomplacencia, la Ópera es reunión, convivencia y siglos de búsqueda y juventud.
(-Anda, mira- oigo que dice uno de los viajeros desde la proa- tierra a la vista.)






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