En la ópera “La Ciudad de las
Mentiras” la atmósfera sensorial y actoral, la distribución sonora y sus esencias musicales
—humor incluído— me parecen más que sostenibles, son difíciles,
brillantes, osadas, nada redundantes, precisas, elegantes, rápidas ... "Peter Grimes",
sorprendente en su estreno, está ahora en los repertorios de los teatros y en los mentideros de la villa, y en ellos —no en
todos, ¡claro!— ya se sabe bien quién es Britten. Son ambas de esas obras que están
recién hechas y ya parecen de larga vida. El realismo mágico de Onetti, existencialista y amargo, como el de después de la gran guerra, se siente, está presente. La humanidad siempre está viviendo después de una gran guerra, en ella, o en sus prolegómenos. Se puede mirar para otra parte, levantarse airado, suicidarse o entrenarse en el como sí del teatro y la cultura en general. Para verlas venir.
El asunto
ahora, me parece, madrileños de este siglo que vais al Teatro Real, no
es sorprenderse de lo veloz que se va en automóvil,
—¡oh!, ¡oh!, ¡oh!— por la cuesta de las perdices, o de ya afirmar que
existe la circulación de la sangre o de exclamar sublevados que a dónde vamos a
parar: como en todas las ciudades que aún pueden permitírselo, en el
acto de ir a la ópera se trata
de cómo organizarse para su uso y disfrute: tal vez convenga, como con las ofertas de fondos, inversiones y pensiones, leer las letras, tantear con cuidado. La pintura, la escultura,
la
arquitectura, la física teórica, la música, o la cosmología ... avanzan
permitiéndonos
sentir y percibir el mundo de otro modo pero piden un vistazo al manual de uso. Dejar las dos dimensiones de la
pantalla, aunque sea un rato, por la multidimensionalidad algo menos superficial, pide
cierto acostumbramiento, algo de entrenamiento, como cuando se empezó a amar la tónica. Tras esta obra jugar al dominó o cacharrear en la barra tendrá
cadencia propia. Futuras sonrisas. Es como realizar un sueño. Leer un cuento.
Representárselo. ¡Larga vida! |